En el eje cronológico de la humanidad, vivimos hasta cierto punto. Y acabamos muriendo. Falleciendo. Se nos apaga el cuerpo y el corazón se nos cansa de tanto latir.
Creo que la palabra muerte asusta demasiado. Pero no es salvo un paso más en la evolución de uno. Yo la asocio al término superación, superación de la vida a espera de otra mejor, más intensa.
A morir enferma, prefiero morir haciendo cosas que siempre he querido hacer. Prefiero que me venga de repente. Que me sorprenda, y yo la asuma. Nunca me han gustado las despedidas, sería todo un drama. Jamás me han gustado los dramas. Aquello sería el momento más triste tanto en mi vida como en la de los demás. A eso, prefiero morir feliz, de golpe, de forma impredecible y espontánea.
Me gustaría que incineraran mi cuerpo. Nada de tumbas o huesos pudriéndose. Sólo es un cuerpo físico sin vida, un cadáver. El alma se nos va, se va divagando a la espera de un nuevo uso. El alma estará bailando en el vacío durante algún tiempo, pero acabará volviendo y dándole energía a un cuerpo u otro. No quiero luto ni gente vestida de negro. Quiero que cuando tiren mis cenizas por los campos del país en el que he crecido, verdes campos, mi gente vaya vestida de colores alegres. Alegres porque no es un entierro, es una liberación y ha de ser una promesa de vivir más y mejor por aquellos que siguen atados a este mundo. Quiero que se acuerden de los buenos momentos, quiero que llenen los campos de energía positiva, al estilo del cuadro «A picnic party» de William Kay Blacklock. Quiero que tiren mis cosas, que reformen mi casa, que no teman tirar paredes. Son sólo cosas. Son sólo paredes. Que cuiden su alma. Es lo único que quiero que mantengan. Que vivan.
No pasa nada. Todo va a ir bien.